las ciencias de la educación y las neurociencias. Pero puede haber muchas dudas al
respecto, por ejemplo, las enunciadas por John T. Bruer en su penetrante crítica de 1997, “
A bridge too far”, sobre el largo camino que nos falta por recorrer antes de poder
establecer puentes sólidos entre ambos grupos de disciplinas (Bruer, 1997), aunque
recientemente el mismo autor ha sugerido algunas soluciones (Bruer, 2002; 2005). Dicho
de otra manera, postular la existencia de una simple intersección de temas no asegura la
validez o fecundidad de una interdisciplina. Tal vez sea mejor hablar de transdisciplina
donde la emergencia de un nuevo campo – como la neuroeducación- se debe a la
interacción dinámica de diferentes campos ya consolidados (Koizumi, 2001).
Ciertamente la neuroeducación es un campo emergente que se encuentra apenas en sus comienzos y puede dar lugar a confusión. Bastaría recorrer Internet para comprobar que hay centenares de referencias muy dispares (algunas decididamente estrafalarias) con ese nombre.
En segundo lugar, no siempre es útil dar una definición a priori de un nuevo campo de
estudio, pues la práctica, muchas veces, produce recortes o ampliaciones del concepto en
cuestión. Mejor que definir un marco conceptual es establecer criterios que puedan ser
susceptibles de verificación y estimulen la investigación, tanto en la teoría como en la
práctica (Damasio, 1994). La búsqueda de datos experimentales y clínicos, en el caso de la
neuroeducación, debe ser prioritaria. Pero conviene prestar la máxima atención a la agenda
científica puesto que no todo lo que se “puede hacer” se “debe hacer” cuando se trata de la
educación. Algunos de estos criterios apuntan al campo de los valores, en particular a la
ética de los métodos neurobiológicos aplicables a la enseñanza y al aprendizaje. Algunos
métodos podrían vulnerar el principio de prudencia, otros el de responsabilidad o el
derecho a la intimidad, para mencionar sólo ciertos obstáculos morales y legales que
podrían presentarse. En este sentido, una “neuroética” comienza a perfilarse como
necesaria en el siglo XXI y se está convirtiendo en tema de reflexión y debate (Marcus,
2002). Su aporte será decisivo para el futuro de la neuroeducación.
En tercer lugar, todavía estamos lejos de contar en la neuroeducación con una genuina
transdisciplina, como la de la “biología molecular”, por ejemplo, que ha ido inventado sus
propios objetivos, métodos y tecnologías durante medio siglo. En el caso de la
neuroeducación debemos apoyarnos en la práctica más que en la teoría y podríamos, tal
vez, aprovechar la experiencia de lo sucedido en el campo de las tecnologías informáticas
en la educación. En efecto, hace una generación muchos se preguntaban cuál sería el
aporte de las ciencias de la computación en la escuela. Lo mismo se preguntan muchos
hoy sobre el valor y el propósito de estudiar el cerebro en la escuela. La respuesta a la
primera pregunta está a la vista en miles de aulas en todo el mundo, donde los niños y
niñas de las más variadas culturas aprenden a usar las computadoras para calcular,
escribir, editar, traducir y corregir textos, intercambiar mensajes en Internet, dibujar y
pintar, hacer música, controlar sensores y motores, buscar y guardar información, diseñar
presentaciones, y muchas otras cosas que eran inimaginables cuando se instalaron las
primeras máquinas en las aulas hace unos 20 años. Pensamos que algo semejante ocurrirá
con el estudio del cerebro en las escuelas, cuando la neuroeducación sea parte integral de
la enseñanza y del aprendizaje. Con el correr del tiempo los hechos responderán por sí
mismos a la segunda pregunta sobre el estudio del cerebro en el aula.
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